lunes, 20 de diciembre de 2010

A la puta carrera.

Falta de tiempo. En ocasiones empleamos esa expresión para referirnos a una susceptible carencia de minutos que a lo largo del día se nos aparecen como despresentes, quizá para dedicar más a las cosas que hacemos o quizá para unificarlos todos bajo un mismo horario y emplearlos en algo nuevo, o en algo viejo y ya dejado, o a lo cual siempre queremos volver y no podemos, o quizá no podamos. La expresión produce así una distorsión que imposta nuestro ser, refiriéndonos al tiempo desde su falta configuramos la apariencia de una dualidad intrínseca; yo y el otro de yo. Quien hace y quien desea, el que es en los actos y el que es en el pensamiento. ¿Seguro que somos dos? No lo se, me lo pregunto. Trato de entender el porque de esta eterna contradicción que somos cada cual con nuestro tiempo, y que llego a entender y a ver como un problema que atañe a todos, un problema casi universal, aquel en el que hablamos de nosotros mismos desde dos planos, el que somos y el seríamos si tuviésemos la ocasión de ser, las cosas que hacemos y las que haríamos si tuviésemos tiempo

No se, quizá hablemos desde el desconocimiento de qué haríamos caso de tener tiempo para aquello que siempre desdeñamos por poco conveniente o propicio. Hablamos desde el pensar que, desde el no saber efectivo, desde la no realización de aquello que ansiamos. Por tanto nuestra carencia más que de tiempo es de hecho, de voluntad. Nietzsche decía que todo aquel que no contase con un tercio del día para dedicarlo a sus disquisiciones más cerebrales vivía en la esclavitud, una refinada estructura de confinamiento que canaliza las energías más en la queja continua que en la acción, más en el lamento que en la violencia inherente que a cada cual legitima para hacer de su vida algo suyo. Esto más bien lo dijo Foucault, pero para el caso nos sirve.

Ansiamos tiempo, un tiempo que nos es robado, sustraído, imposibilitado. Los ritmos hoy son extenuantes, acelerados. La perfección un ideal inalcanzable pero cada vez más exigible, de todos lados, del trabajo, de las responsabilidades, de las relaciones, del amor, y más que como una cadena que nos ata se trata de un hábito que nos imponemos, sin saber por qué y recurriendo con exceso a la queja del póbrecito de mi, al victimismo falsado, pues no queremos ser víctimas sino tan solo acomodarnos en su estatus de legitimados para quejarnos y ser escuchados en aquello que decimos. Queremos un tiempo que entendemos como nuestro pero que no nos atrevemos a reclamar, a coger. Funcionarializados como estamos, abyectos al quehacer cotidiano y a las doctrinas de escarnio establecidas, a las catarsis colectivas del fin de semana, al cine, a los libros de éxito que siempre aparecen por navidad, a los lunes, los másters, las mierdas y las coles, las jodiendas, las vienales, los sabañones y los domeñables la única ideología posible es a la puta carrera, la prisa, el horario de cierre, de apertura, el sprin por coger el metro, el puntual inicio del telediario. El tic. y el tac. que nos es tan propio como ajeno. Y no hay tiempo para más.

Como quizá todos pensemos, entre mis propósitos también está el de sacar un hueco para ser y hacer todo aquello que no soy ni hago pero que me gustaría ser y hacer. Estamos arrojados al mundo y nadie va a venir a recogernos, ningún equipo de rescate aparecerá en helicóptero ni al final del proceso la sentencia nos indemnizará con los minutos y segundos robados y perdidos. Somos como estamos, pero no podemos ser sin proyectarnos, sin un alivio, aunque sea mental, de la revolución que no pudo ser, pero que en nuestro fuero interno siempre apoyamos. Somos tan amorales como un neumático pero siempre nos quedará echar la culpa a otro, o al sistema, o a lo que tocaba en ese entonces. Quizá así nunca seamos culpables de nada, seamos simples víctimas, pero tampoco seremos héroes, ni dueños de nuestros minutos. Seremos lo que seamos, pero no lo que quisimos ser, porque en verdad no lo quisimos como se han de querer las cosas, con voluntad.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Cosas que pasan

Cosas que pasan. A veces a uno, a lo largo del día le ocurren cosas, o las ve, o las oye, o las propicia. Acciones u omisiones que le hacen a uno recobrar la fe en la humanidad, en darle otro voto de confianza a una vida ya de por si despiadada. La gente, de la que ya estamos acostumbrados a no esperar nada, en ocasiones lanza un verso al viento y desde su gañanía incardinada hace un gesto que vale un mundo. A veces no, a veces todos somos tan hijos de puta como cabría esperar y actuamos como tales, sin alterar la tónica, siendo tal cuales nos criaron y crecimos. Pero a veces no.

A veces simplemente no pasa nada. Las horas de un día transitan por el reloj con un aplomo intrascendente, cargado de pesadez, esperando su relevo y su descanso, las tres... las cuatro.... esperando desde un gesto irónico de las agujas que las cinco y las seis traigan algo nuevo, sabedoras de que nada más lejos de lo común, de lo propio de los días que no pasa nada. Mientras somos tan valientes como para aburrirnos hay gente que nace y que muere, personas a las que le parten el corazón o el alma, ignorando de nuestra existencia así como nosotros hacemos lo propio con la suya. Somos unidad, uno. Cada vez más. Mientras uno oye o escucha a quien habla a veces no hace otra cosa que aguardar su turno, para comenzar su perorata (que es la que dice algo) con un inicial Yo rotundo, y habla, y dice, y se pierde. Entonces de tanto decir a veces no dice nada, y ni el Yo inicial le salva. Esos son los días en que no pasa nada.

Pero a veces no. A veces uno se toma a pecho el lenguaje y va más allá de lo que las palabras dicen. Se imbuye en la estructura intrínseca de las proposiciones que le lanzan o que emite, para captar la intencionalidad inherente de cada suspiro con forma y alma. Es un lenguaje confuso el que nos envuelve a diario. Ningún lenguaje es natural, ni el más común. Si se ve con calma, hasta el decir más descuidado a quien nos confía y nos respalda lleva aparejado una increíble carga lógica que de forma implícita o explícita queremos transmitir. Fatuo intento. Las palabras no se escuchan desde las palabras, y en los oídos no hay palabra. En el decir siempre hay un querer. Una intención que quiere, subrepticiamente, hacerse patente, influir, afectar, trascender. El vicio del lenguaje es jugar al despiste, en atribuirle al azar la resonancia de nuestras palabras para que la forma que finalmente adopten estas en los oídos de quien nos escucha no sean de nuestra responsabilidad, sino del entendimiento o el contexto. Dejar al descuido la interpretación y dejar lo importante en las palabras es la más cruel de las falacias, puesto que con ella nos hacemos cómplices de aquello que odiamos, la falta de claridad. Por ello los días en que todo son palabras y detrás de ellas no hay nada son los días que no pasa nada, y los días en que se deja al azar o a la interpretación la verdadera intencionalidad de lo que queremos decir son los días crueles, los días en que nos comportamos siendo tal cuales nos criaron y crecimos. Pero eso son cosas que pasan.