lunes, 7 de febrero de 2011

Excurso.

Hay quien dice que hacer un discurso supone en primer lugar hacer una digresión, esto es, un excurso. A mi esta palabra siempre me ha referido a la noción de disculparse, de una disculpa previa a los que se disponen a escuchar porque a uno cualquiera en un momento cualquiera se le ha ocurrido coger un folio y escribir algo con el fin de que otros lo lean, o lo escuchen, dando por sentado que lo que sus palabras denoten merece la atención de quien presta sus oídos. Por esto, yo también comienzo pidiendo disculpas.

Siempre me ha parecido curiosa la imagen típica de películas ambientadas en la época clásica (la francesa) en la que un refinado figurín de rostro empolvado y peluca blanquecina sacaba del cajón de su pupitre un pedazo de papel con bordes irregulares para escribir con deleitada calma y cuidada ortografía una carta dirigida a alguien lejano. El figurín en cuestión, que siempre pronuncia lo que escribe, ha de detenerse cada tres o cuatro palabras a mojar la punta de su pluma y llenar el depósito. El papel solía ser caro y poco accesible, y la tinta un bien de lujo, que se mimaba con cautela. De hecho, en los antiguos conventos los scriptorium solían ser una de las pocas estancias del edificio en las que había una chimenea siempre encendida, para evitar que la tinta se congelase.
Escribir era entonces un acto de responsabilidad y de criterio. Quien escribía tenía a su disposición unos recursos costosos y escasos que se utilizaban para menesteres de urgencia e importancia. Del mismo modo el acto de escribir requería paciencia, arte y reflexión. A diferencia de hoy, el escribir de entonces era un acto manual en el que el pensamiento iba por delante del vocablo y en el que la palabra escrita era fija, inamovible, pensada y justificada. Escribir entonces, para quien sabía hacerlo, y para quien se le permitía, no era poca cosa.

Cuando todo lo escaso pasó a ser abundante y lo costoso accesible empezaron a escribirse cosas como "puta", "coño" o El Código da Vinci. También vinieron cosas buenas como Bukowski. Sin embargo el discurso perdió su carácter de disculpa y la pretensión de escribir pasó de ser un reto a una fanfarronada en ocasiones. Un universal, para lo bueno y para lo malo.

Escribir filosofía, o desde la filosofía, o en, o para, o hacia, es también pedir disculpas. Supone en primer lugar legitimar la pertinencia de un discurso cuya utilidad siempre se cuestiona, y que siempre es erróneamente abordado desde desde el plano de la opinión. Hablar en filosofía es siempre arriesgarte a que cualquiera te interpele por el fundamento, por el por qué del desde más que por el qué del que tú hablas.
Nadie le discute a un arquitecto que tal edificio esté bien o mal hecho, salvo otro arquitecto. Tampoco recibe réplica un artista sobre la belleza de un Durero, ni un fontanero sobre la buena combustión de un calentador de butano. Sin embargo hablar en filosofía parece moverse en el plano de la opinión, y parece que cada cual en esto tiene la suya, la propia, que siempre es Una, y que se te interpela como tan válida (o más) que la tuya. Quizá.
No obstante, hablar en filosofía supone hablar desde la crítica constante a todo lo que dices, a aceptar la futilidad del discurso propio y aceptar y dejar hablar a quien conversa. La crítica supone escuchar, y escuchar bien, que no es poca cosa. Quien habla partiendo de aquí corre la trágica suerte de ver caer su discurso en lo ingénuo, en la doxa, en la palabrería y en el snobismo, y asume la carga de adicional de fundamentar y defender lo que dice y desde donde lo dice, además de decir lo dicho.
Es al mismo tiempo una suerte y un envite. Un reto cuya defensa consiste más en dar la razón y escuchar que en explicar y ser oído, más en asentir que en ser reconocido. Y todavía más trágico es descubrir que los discursos o las discusiones de hoy, las que no se escriben con pluma y tinta, son de corto recorrido, tanto que quien habla en filosofía ve que no ha llegado ni a la mitad de lo que quiere decir cuando ya se ha pasado a otra cosa.

Sin embargo hay cosas para quien habla en filosofía que conservan su valor, aunque ya casi sean de carácter museístico, verdaderos edificios del pensamiento que están más en las estanterías que en lenguaje diario, pero que están.
Quien recibe un título que le Licencia-En-Filosofia finaliza para sí un discurso. Una digresión muda en la que siglos de palabras le han pedido disculpas a uno, y cuya paciencia le ha permitido escuchar pensamientos con verdadero empeño y desarrollo, pacientes, serios, capaces. Quien obtiene esta licencia sabe que se la juega en cada discurso, y comprende su tragedia de no poder decir nada concluyente cuando la mayor de las veces se le va a pedir precisamente eso. Sin embargo, este carácter trágico es a la vez lo que le salva a quien habla en filosofía, porque sabe que el valor no está en la verdad sino en lo que resiste la crítica, y entiende que lo que se le muestra al final no es siempre lo que se busca en un principio, ni tiene por qué serlo.

Quien habla en filosofía sabe que lucha con pluma y tinta contra lo que corre deprisa, trata de atrapar el humo, pelear a muerte con piedras contra fusiles. Pero sabe asimismo, que la lucha está en la trinchera y no en el desfile, y nadie, absolutamente nadie, le podrá quitar la certeza del criterio y el haber sido capaz de alcanzar un minúsculo resquicio de sentido a lo largo de un discurso que se le revela como inacabado, un discurso de más de veintisiete siglos, que no es poco.