viernes, 9 de septiembre de 2011

- Nacer, querido Pérez, nacer nacemos todos con un pan debajo del brazo, como dicen los mayores y el refranero popular. Sin embargo conforme vamos creciendo el pan se pone duro, el corazón se nos pudre y poco a poco, todos y cada uno vamos tomando la peor de las vías posibles, aquella que nos confunde la decencia con el poder vivir y sin saberlo vamos asumiendo todo aquello que honradamente deberíamos odiar con toda nuestra alma.

- No le falta razón Fernández, no le falta razón. No obstante debo discrepar en aquello que dijo de la peor de todas las vías posibles. Que usted diga eso viene a afirmar, o lo que es más grave, viene a usted a ratificar con rotundidad, que existe una vía mejor que otra, un criterio de clasificación y por tanto un orden de prelación entre lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor. Al fin y al cabo eso es el axioma más remoto y atávico que defiende la existencia de Dios, y hasta donde le conozco, y ya son unos años, siempre le he tenido por un lúcido agnóstico y un ingenuo enamoradizo.

- Dios no tiene aquí cabida querido Pérez. Si Dios existiese no nos serían necesarios ni órdenes de prelación ni criterios. Todos nadaríamos en un magma de felicidad color rosa pastel en el que flotaríamos entre esencia de azahar y texturas de terciopelo. Y sin embargo, mire, parece que va a llover.

- ¿A dónde quiere llegar Fernández?

- Si me invita a un cigarro se lo explico.

- Lo lamento, ya no se puede fumar aquí.

- Vaya, entonces hablemos de fútbol.

- Si. Hablemos de fútbol.

martes, 6 de septiembre de 2011

Volutas de humo.

Padilla, recordaba Amalfitano, de entre todas las costumbres defendía la costumbre de fumar. Lo único que alguna vez hermanó a los catalanes con los castellasnos, a los asturianos con los andaluces, a los vascos con los valencianos era el arte, la atroz circunstancia de fumar en compañía. Según Padilla no existía en la lengua española frase más hermosa que aquella que se empleaba para pedir fuego. Frase hermosa y frase serena, como para decírsela a Prometeo, llena de valor y de humilde complicidad. Cuando un habitante de la península decía "me das fuego" un chorro de lava o de saliva se ponía otra vez a fluir en el milagro de la comunicación y de la soledad. Porque para Padilla el acto compartido de fumar era básicamente una escenificación de la soledad: los más duros, los más sociables, los olvidadizos y los memoriosos se sumergían por un instante, lo que tardaba el tabaco en quemarse, en un tiempo detenido y que a la vez congregaba todos los tiempos posibles de España, toda la crueldad y todos los sueños rotos, y sin sorpresa se reconocían en esa "noche el alma" y se abrazaban. Las volutas de humo eran el abrazo. En el reino de los Celtas y de los Bisontes, en el de los Ducados y los Rex vivían de verdad sus compatriotas. El resto: confusión, gritos, de vez en cuando tortilla de patatas. Y sobre las renovadas advertencias de las Autoridades Sanitarias: caca. Aunque cada día, según constataba, la gente fumara menos, aunque cada día más fumadores se pasaran al rubio o al extra light: él mismo ya no fumana Ducados como en su adolescencia sino Camel sin filtro.
No era extraño, decía, que a los condenados a muerte les ofrecieran un cigarrilo antes de la ejecución. Piedad popular, un cigarrillo era más importante que las palabras y el perdón del cura. Aunque a los ejecutados en la silla eléctrica o en las cámaras de gas no les ofrecieran nada: la costumbre era latina, hispana. Y sobre esto podía extenderse en una infinidad de anécdotas. La que Amalfitano recordaba más vivamente, la que le parecía más significativa y en cierto aspecto premonitoria, pues trataba de México y de un mexicano y él finalmente había recalado en México, era la de un coronel de la Revolución que por mala estrella terminó sus días delante de un pelotón de fusilamiento. El coronel pidió como último deseo un cigarro. El capitán del pelotón de fusilamiento, que debía ser un buen hombre, se lo concedió. El coronel sacó uno de sus puros y procedió a fumárselo sin entablar conversación con nadie, mirando el exiguo paisaje. Al acabar, la ceniza aún estaba sujeta al cigarro. La mano no le había temblado, el fusilamiento podía ejecutarse. Ése debe ser uno de los santos fumadores, dijo Padilla. ¿Y la anécdota de qué hablaba, del pulso de hierro del coronel o del efecto balsámico, de la comunión del humo? A ciencia cierta, recordó Amalfitano, Padilla no lo sabía ni le importaba.

ROBERTO BOLAÑO.
Los sinsabores del verdadero policía.

domingo, 1 de mayo de 2011

Sin piedad.



El destino de los hombres nace abyecto a su penitencia. El dolor anquilosado en su existencia, que se somatiza en ocasiones en jaquecas, esguinces y dolores de espalda, nos acompaña desde la cuna hasta la tumba, desde la sábana de hospital con lacito roza o azul hasta el sudario, desde la cálida mano de la comadrona que nos sujeta la cabeza y nos entrega a nuestra madre hasta la fría mano del funerario que nos cierra con un "crak" la boca abierta durante demasiados días respirando oxígeno de botella para peinarnos, cerrarnos los ojos y devolvernos a la nada en una cutre metáfora de habitáculo de tres, por uno por un metro de nicho, con suerte, situado en la zona media de la pared.



Nadie nos avisó en la niñez del carácter traidor de la existencia. No nos dijeron que el juego, la risa y los veranos largos acabarían con el último estirón y la primera cuchilla de afeitar. Nos confundieron la decencia y el saber hacer con la realidad de agachar la cabeza y ser dóciles y productivos, útiles al fin y al cabo, pero siempre prescindibles más allá de las paredes de nuestra habitación, las que fueron testigo de nuestros juguetes, más tarde de nuestros libros, estudios e ilusiones, y finalmente del humo de los cigarros insomnes con la luz tenue encendida, llorando sin lágrimas en la madrugada, mientras nos preguntamos cómo fuimos tan indolentes ante una mentira tan bien orquestada.



Cuando los lenitivos ya no surten su efecto la lucidez se manifiesta en toda su descarnada realidad. Hay quien se queda en la risa facilona, el vino y las sistemáticas vías de escape de un mundo esquizofrénico. Hay quien no. Hay quien aun se sorprende por los ridículos espectáculos que la vida en sociedad nos proporciona. Hay quien aun mantiene un gesto serio ante la estupidez orquestada y el ridículo a sabiendas. Son, o somos, pocos quienes aun explotamos por dentro al ver u oír depende qué cosas, y son, o somos, muchos quienes nos sentimos cobardes por no contar con otra espada que la resignación, una mañana libre y un rato para escribir cosas que quizá jamás leeremos, o que en pocos años nos serán ajenas, pero no del todo. En otro tiempo nosotros hubiésemos sido soldados o terroristas, depende de en qué bando. Hubiésemos sido héroes que por una bandera, una idea o un amor habríamos dado la vida o resistido la tortura, habríamos cantado canciones entre sendas no oficiales de bosques en montañas aun sin dueño que dieron vida a quien en ellas daba la suya.



Hoy caminamos en la soledad más absoluta. Divididos, fraccionados. No somos nada sino intentando ser algo, ser alguien. No tenemos conciencia colectiva ni puñetera la falta que nos hace. Somos débiles. No sabemos lo que somos si el otro no nos lo dice, si no nos reconocemos en el rostro ajeno como aquello que buscamos ser. Buscamos la diferencia con el resto y a la vez su identificación, dependiendo del momento. Somos contradicción pura sin ni siquiera saber lo que somos.


Y hay quien sigue, o seguimos, sorprendiéndonos de cómo occidente se pasó por el forro bibliotecas enteras, siglos de guerra, sangre y lágrimas. Aun nos sorprende cómo ante la enorme dialéctica de la historia la respuesta del hombre actual es la indiferencia, el desconocimiento. Nos sorprende cómo los viejos problemas, las discusiones que recibimos con decenios o siglos de antigüedad quedaron sin respuesta y sin empuje para seguir mareando la perdiz más allá de lo académico.



Uno añora leyendo a Unamuno la fuerza de los años treinta. Era un mundo cruel y despiadado, pero humano, donde se daba lo mejor y lo peor, y aun no existía la tele y la palabra era más importante que la imagen. Añora uno, decía, un mundo en pugna entre tres discursos o explicaciones que pretendían la hegemonía mundial para hacer valer sus pretensiones a base de fuego y técnica. Nadie sabía entonces lo que se avecinaba, pero el nerviosismo y las pasiones estaban justificados pues ante el hombre se erigían tres modelos de vida diferentes, y se le planteaba la obligación de decidir y luchar por aquello cierto que encontró cada cual dentro de sí.



Ganó el capitalismo y nadie más quiso saber qué fue del resto. Con el tiempo aprendimos a conformarnos con un sistema total que nos lo daba todo hecho, de la cuna a la tumba. El mito, la explicación total que no deja lugar a dudas. Aprendimos a vivir en un mundo hipostasiado bajo la premisa y la recompensa de la paz, de la tranquilidad. La paz, el orden que aniquila al ser humano, o la parte humana que aun le queda por ser.


Morimos como animales en el matadero sin darnos cuenta. Sin encontrar hoy en día un testimonio de todo aquello que ocurrió mientras mirábamos para otro lado. Somos imbéciles. El mundo se ríe de sí mismo mediante el periodismo. Ya no sabe qué inventar o cómo contar. Toda noticia es un consumible, un refresco que se deshecha cuando se acaba y a otra cosa. El periodismo nos da la imagen, el relato y el impacto, atenaza nuestras conciencias con una irónica sonrisa, sabiendo que el drama durará mientras él quiera que dure. Relatos con fecha de caducidad.



Y los que leímos a Nietzsche, a Heidegger, a Horkheimer y a Foucault sabemos lo que ocurre. Entendemos los parámetros y los pasos que siguió un sistema que quiso hacerse total, eternizarse, y lo consiguió. Sabemos cuál es la pata que cojea en esta mesa y nos seguimos preguntando, aun, si todavía podemos hacer algo. En un mundo que habla con cifras, números, sabemos que nuestras conjeturas son residuales, anecdóticas, y que nuestros discursos serán fagocitados como un consumible más, quizá como un ensayo de Anagrama que dure dos años en las librerías y punto, y adiós.


Sabemos también que no cabe oposición, ni revolución posible. Sabemos también que es difícil romper una cadena que engulle todo lo que toca, que convierte cualquier desafío en un argumento a su favor, como el grafitti que ya no es vandalismo sino arte urbano, un sistema que tolera la crítica porque le refuerza.



Sabemos todo eso y sabemos mucho más. Leímos en Lipovetsky, Fukuyama, Vattimo y Sáez Rueda lo que vino después. Entendimos cómo llegamos al día de hoy pero sin saber el porqué. No comprendimos cómo nuestros padres se dejaron engañar bajo el pretexto del progreso, la ignorancia y el miedo. A muchos nos queda la lucidez, pero sabemos que con eso no basta. Sabemos que mañana habremos leído más libros y habremos comprendido mejor la historia, y nos preguntamos si podremos aguantarlo. No se puede vivir pensando una cosa y haciendo otra, pero no se puede vivir de otra manera, y nos preguntamos si el conformismo nos sirve y si la derrota nos consuela. A simple vista no, pero aplazamos el momento del veredicto so pretexto de conservar la paciencia y la poca cordura que aun nos queda y construirnos un kibbutz y ahí poder ser ajenos a un mundo que nos expulsa, pero que no puede vivir sin nosotros.



Perdimos la guerra sin luchar en ninguna batalla. Las bibliotecas son el cuaderno de bitácora de un buque ya tocado que zozobra en un lento pero inexorable balanceo, condenado al fondo marino y al olvido antes o después, junto al esperanto, la Ilustración, Atenas y otras víctimas de la historia. Y estúpidos, buscamos un buen sitio para presenciar el hundimiento.



Perdimos la guerra, pero aun no perdimos los papeles. La lucidez será nuestro tribunal mañana, sin piedad.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El aceite de Iznalloz

Iznalloz es un pueblo de Granada, de pasada para mi. Siempre lo he bordeado cuando iba o venía de o hacia Granada, y salvo una vez que tuve que ir por la carretera cruzando el pueblo, para mi siempre ha quedado a mi izquierda o a mi derecha por la A-4 hacia otro lugar.

Junto a dicho pueblo hay una vía de servicio todo en uno; gasolinera, hotel, bares, restaurantes, tickets para el ferry, tienda de artículos de caza, productos de la tierra y más cosas si me apuras. Junto allí, como decía pasa la autovía dirección Granada y también confluye el desvío por carretera hacia La Peza, carretera que acorta el camino hacia Almería. Por ello la vía de servicio es la leche, siempre llena de gente a la hora que se pare uno. Coinciden a pie de barra tíos recios que se van a barear aceitunas con trajeados en dirección a la capital, estudiantes de fin de semana, fiesteros de la Copera (inconfundibles), guiris con la estampa de Sierra Nevada en la jeta, marroquíes con jaima improvisada y Harissa con el útero hasta arriba de grifa. Panorama pintoresco cuanto menos.

Pues viajaba yo el otro día en dirección al norte, muy temprano cuando paré en dicha área de servicio a desayunar, o más bien a que me prepararan el desayuno, cosa que cuanto más al sur mejor se hace. Eran como las 6 de la mañana y aquel sitio ya estaba abierto y bastante concurrido. Junto a mi, en la barra, se encontraba un tío bastante grande, que vestía un mono azul de obra, pero que poco se había acercado al cemento. El bajo de los pantalones estaba cubierto de un barro ya hecho tela que no sale ni frotando fuerte. La prenda que ya desechaba su apariencia por su utilidad o comodidad vestía a un hombre de unos cuarenta, ancho de espaldas, con las manos grandes y agrietadas, que tomaba una copita de anís a las seis de la mañana. Yo solo supe que era anís cuando pidió la segunda.

En esto el camarero me trae las tostadas y en el mismo platito un puto bote de plástico pequeñito con aceite dentro. Aceite de la cooperativa olivarera de Iznalloz, se lee en la tapa de film. A esto me pregunto yo qué ha sido de la aceitera típica encima de la barra, o más bien de las aceiteras, una con ajos y otra sin ellos, y demás cosas en mi somnolencia matutina. Total, que me echo el aceite en las tostadas y veo que me sobra más de la mitad del bote. Y mientras, a esas horas en las que el cerebro aun está un poco líquido y el café aun no caliente el estómago ni la lucidez me pongo a pensar en el tío del al lado, que no para de mirarme. Pienso que él se ha levantado hoy y muchos días a la misma hora que yo hoy de casualidad. Él, durante años, me figuro, ha ido a los bancales a regar, podar, estercolar, barear, recoger, sembrar, labrar, vigilar y todo lo que conlleva tener un campito de postal. Me figuro la mala hostia que el vecino tiene acumulada en esa mirada, en esos ojos cansados que no paran de mirarme como diciendo "mierda de vida la que llevo yo para que ahora tú te dejes el aceite que tanto me cuesta a mi sacar, compae". Y lleva razón. Desconozco los motivos por los que en tal sitio se sirve el aceite en puto bote individual en lugar del común, que será menos higiénico, pero es más creíble. Supongo, no obstante, que aunque modernos, los del bar no son gilipollas y que ni una gota de aceite "de sobra" llega a la basura, sino a un hipotético bote de cristal grande que guardan bajo la barra para cuando se largan capullos como yo. Un triste ejemplo, pienso, de como hemos convertido todo aquello que nos daba la vida en lo que nos puede dar dinero, y nos la suda el qué y el como, y si el aceite sobra, pues a la mierda, y si un mindundi solo se echa la mitad, pues ahí que le jodan, mientras pague, eso si.

Un desprecio tan indirecto como visceral es el que encierra esa aporía, esa patraña del progreso, la tecnología, el todo ahora, bueno, bonito y barato, el usar y tirar, los envases individuales hasta en las galletas, la propaganda que dura en la mano tres segundos y luego a la mierda, el "do it yourself" y su puta madre. Todo lo que tiene interés tiene así precio, y las formas importan más que el fondo, y no, eso no es así, que se lo digan al tío que tengo al lado, mientras desayuno, con pena, o más bien con sueño.

Puta vida, dicen sus ojos, que no paran de mirarme, y encima ahora no le dejan ni fumar con el anís.

Manda huevos, pienso yo. Pago y sigo, y adios muy buenas.


miércoles, 9 de marzo de 2011



Silencio, hablan los dioses. Silencio, la actriz está en escena, deleitando al patio de butacas, a los palcos, a los que escuchan desde fuera y a los que se esconden para no ser vistos mientras ellos ven. Silencio, amanece. Nace un nuevo sol que nos es el de ayer y el de mañana, y al que sin embargo nos confiamos como nuevo, desconocido, como la luz que nos traiga la aventura y la tragedia, el disparo que nubla y desestabiliza, hunde y repara, muere y resucita a quien el tedio hace ya demasiado que le robó el alma, y sólo camina, pero ya no siente, ya no oye, porque no hay silencio.
Bajen la voz, los niños duermen, los maestros hablan y los profesores explican . No hagan ruido, atiendan. Salgan de si y su mirada narcisista y de su obsceno yo-yo-yo-mi-me-conmigo. Escuchen y dejan que el argumento tome su forma y su voz, que los gesto rasgen sus prejuicios y simplemente escuchen, será poco tiempo, y tampoco cuesta tanto. No hablen, ni comenten, ni cuchicheen, ni pidan un lápiz ni un pañuelo, simplemente cierren la puta boca, aunque solo sea por un minuto y escuchen, quizá aprendan algo, quizá no.

Todavía no, no hablen aun, no tienen permiso. Tómenlo como un experimento, o como una prohibición, como les plazca. Ahora sellen sus labios y distraigan sus miradas de buscar otras miradas y compartir, céntrense en el yo sin tú, pero también el yo sin yo. El yo que se es a través de lo otro, de lo que se deja impresionar, se impregna, se preña y se imbuye en lo otro de si. Y así, de esta guisa, escuchen a la ciudad, a los coches, a los edificios, las plazas, las palomas, las señoras que tiran de sus carros, los hombres que tiran de sus corbatas. Miren y escuche, pero no hablen aun, silencio, no tienen permiso para hablar, nada han de decir al respecto.
Paren y escuchen a la ciudad que les habla, ruidosa cual intruso, y la tierra subyugada que yace bajo la misma. Vean qué mensajes les lanza, qué palabras les susurra entre estridencias de motores e innecesarias músicas y soniquetes tan burdos como indecentes. Callen por fin, y dejen a un lado la queja, la queja constante, la puta queja. Callen y escuchen el vacío, el absurdo, ante el cual nada han de decir, nada les resta, porque ni entienden ni les importa, ni hacen por lo uno ni por lo otro. Por ello, callen al menos.

Desháganse del ruido que distrae por un rato y escuchen. Descubran la torpeza y el sinsentido de lo propio, de lo ajeno, del quantum creciente de estupidez en proporción directa a los decibelios emitidos, del tantum creciente de vacío en proporción inversa a los silencios escuchados. Observen la impecable organización del vacío, tan estética como innecesaria, tan dolosa como indolente, y pregúntense, desde el silencio, si para lo que nos resta nos merece la pena. Quizá si. O no.
En cualquier caso el ruido no nos deja pensar. Así que callen, coño!

lunes, 7 de febrero de 2011

Excurso.

Hay quien dice que hacer un discurso supone en primer lugar hacer una digresión, esto es, un excurso. A mi esta palabra siempre me ha referido a la noción de disculparse, de una disculpa previa a los que se disponen a escuchar porque a uno cualquiera en un momento cualquiera se le ha ocurrido coger un folio y escribir algo con el fin de que otros lo lean, o lo escuchen, dando por sentado que lo que sus palabras denoten merece la atención de quien presta sus oídos. Por esto, yo también comienzo pidiendo disculpas.

Siempre me ha parecido curiosa la imagen típica de películas ambientadas en la época clásica (la francesa) en la que un refinado figurín de rostro empolvado y peluca blanquecina sacaba del cajón de su pupitre un pedazo de papel con bordes irregulares para escribir con deleitada calma y cuidada ortografía una carta dirigida a alguien lejano. El figurín en cuestión, que siempre pronuncia lo que escribe, ha de detenerse cada tres o cuatro palabras a mojar la punta de su pluma y llenar el depósito. El papel solía ser caro y poco accesible, y la tinta un bien de lujo, que se mimaba con cautela. De hecho, en los antiguos conventos los scriptorium solían ser una de las pocas estancias del edificio en las que había una chimenea siempre encendida, para evitar que la tinta se congelase.
Escribir era entonces un acto de responsabilidad y de criterio. Quien escribía tenía a su disposición unos recursos costosos y escasos que se utilizaban para menesteres de urgencia e importancia. Del mismo modo el acto de escribir requería paciencia, arte y reflexión. A diferencia de hoy, el escribir de entonces era un acto manual en el que el pensamiento iba por delante del vocablo y en el que la palabra escrita era fija, inamovible, pensada y justificada. Escribir entonces, para quien sabía hacerlo, y para quien se le permitía, no era poca cosa.

Cuando todo lo escaso pasó a ser abundante y lo costoso accesible empezaron a escribirse cosas como "puta", "coño" o El Código da Vinci. También vinieron cosas buenas como Bukowski. Sin embargo el discurso perdió su carácter de disculpa y la pretensión de escribir pasó de ser un reto a una fanfarronada en ocasiones. Un universal, para lo bueno y para lo malo.

Escribir filosofía, o desde la filosofía, o en, o para, o hacia, es también pedir disculpas. Supone en primer lugar legitimar la pertinencia de un discurso cuya utilidad siempre se cuestiona, y que siempre es erróneamente abordado desde desde el plano de la opinión. Hablar en filosofía es siempre arriesgarte a que cualquiera te interpele por el fundamento, por el por qué del desde más que por el qué del que tú hablas.
Nadie le discute a un arquitecto que tal edificio esté bien o mal hecho, salvo otro arquitecto. Tampoco recibe réplica un artista sobre la belleza de un Durero, ni un fontanero sobre la buena combustión de un calentador de butano. Sin embargo hablar en filosofía parece moverse en el plano de la opinión, y parece que cada cual en esto tiene la suya, la propia, que siempre es Una, y que se te interpela como tan válida (o más) que la tuya. Quizá.
No obstante, hablar en filosofía supone hablar desde la crítica constante a todo lo que dices, a aceptar la futilidad del discurso propio y aceptar y dejar hablar a quien conversa. La crítica supone escuchar, y escuchar bien, que no es poca cosa. Quien habla partiendo de aquí corre la trágica suerte de ver caer su discurso en lo ingénuo, en la doxa, en la palabrería y en el snobismo, y asume la carga de adicional de fundamentar y defender lo que dice y desde donde lo dice, además de decir lo dicho.
Es al mismo tiempo una suerte y un envite. Un reto cuya defensa consiste más en dar la razón y escuchar que en explicar y ser oído, más en asentir que en ser reconocido. Y todavía más trágico es descubrir que los discursos o las discusiones de hoy, las que no se escriben con pluma y tinta, son de corto recorrido, tanto que quien habla en filosofía ve que no ha llegado ni a la mitad de lo que quiere decir cuando ya se ha pasado a otra cosa.

Sin embargo hay cosas para quien habla en filosofía que conservan su valor, aunque ya casi sean de carácter museístico, verdaderos edificios del pensamiento que están más en las estanterías que en lenguaje diario, pero que están.
Quien recibe un título que le Licencia-En-Filosofia finaliza para sí un discurso. Una digresión muda en la que siglos de palabras le han pedido disculpas a uno, y cuya paciencia le ha permitido escuchar pensamientos con verdadero empeño y desarrollo, pacientes, serios, capaces. Quien obtiene esta licencia sabe que se la juega en cada discurso, y comprende su tragedia de no poder decir nada concluyente cuando la mayor de las veces se le va a pedir precisamente eso. Sin embargo, este carácter trágico es a la vez lo que le salva a quien habla en filosofía, porque sabe que el valor no está en la verdad sino en lo que resiste la crítica, y entiende que lo que se le muestra al final no es siempre lo que se busca en un principio, ni tiene por qué serlo.

Quien habla en filosofía sabe que lucha con pluma y tinta contra lo que corre deprisa, trata de atrapar el humo, pelear a muerte con piedras contra fusiles. Pero sabe asimismo, que la lucha está en la trinchera y no en el desfile, y nadie, absolutamente nadie, le podrá quitar la certeza del criterio y el haber sido capaz de alcanzar un minúsculo resquicio de sentido a lo largo de un discurso que se le revela como inacabado, un discurso de más de veintisiete siglos, que no es poco.

lunes, 20 de diciembre de 2010

A la puta carrera.

Falta de tiempo. En ocasiones empleamos esa expresión para referirnos a una susceptible carencia de minutos que a lo largo del día se nos aparecen como despresentes, quizá para dedicar más a las cosas que hacemos o quizá para unificarlos todos bajo un mismo horario y emplearlos en algo nuevo, o en algo viejo y ya dejado, o a lo cual siempre queremos volver y no podemos, o quizá no podamos. La expresión produce así una distorsión que imposta nuestro ser, refiriéndonos al tiempo desde su falta configuramos la apariencia de una dualidad intrínseca; yo y el otro de yo. Quien hace y quien desea, el que es en los actos y el que es en el pensamiento. ¿Seguro que somos dos? No lo se, me lo pregunto. Trato de entender el porque de esta eterna contradicción que somos cada cual con nuestro tiempo, y que llego a entender y a ver como un problema que atañe a todos, un problema casi universal, aquel en el que hablamos de nosotros mismos desde dos planos, el que somos y el seríamos si tuviésemos la ocasión de ser, las cosas que hacemos y las que haríamos si tuviésemos tiempo

No se, quizá hablemos desde el desconocimiento de qué haríamos caso de tener tiempo para aquello que siempre desdeñamos por poco conveniente o propicio. Hablamos desde el pensar que, desde el no saber efectivo, desde la no realización de aquello que ansiamos. Por tanto nuestra carencia más que de tiempo es de hecho, de voluntad. Nietzsche decía que todo aquel que no contase con un tercio del día para dedicarlo a sus disquisiciones más cerebrales vivía en la esclavitud, una refinada estructura de confinamiento que canaliza las energías más en la queja continua que en la acción, más en el lamento que en la violencia inherente que a cada cual legitima para hacer de su vida algo suyo. Esto más bien lo dijo Foucault, pero para el caso nos sirve.

Ansiamos tiempo, un tiempo que nos es robado, sustraído, imposibilitado. Los ritmos hoy son extenuantes, acelerados. La perfección un ideal inalcanzable pero cada vez más exigible, de todos lados, del trabajo, de las responsabilidades, de las relaciones, del amor, y más que como una cadena que nos ata se trata de un hábito que nos imponemos, sin saber por qué y recurriendo con exceso a la queja del póbrecito de mi, al victimismo falsado, pues no queremos ser víctimas sino tan solo acomodarnos en su estatus de legitimados para quejarnos y ser escuchados en aquello que decimos. Queremos un tiempo que entendemos como nuestro pero que no nos atrevemos a reclamar, a coger. Funcionarializados como estamos, abyectos al quehacer cotidiano y a las doctrinas de escarnio establecidas, a las catarsis colectivas del fin de semana, al cine, a los libros de éxito que siempre aparecen por navidad, a los lunes, los másters, las mierdas y las coles, las jodiendas, las vienales, los sabañones y los domeñables la única ideología posible es a la puta carrera, la prisa, el horario de cierre, de apertura, el sprin por coger el metro, el puntual inicio del telediario. El tic. y el tac. que nos es tan propio como ajeno. Y no hay tiempo para más.

Como quizá todos pensemos, entre mis propósitos también está el de sacar un hueco para ser y hacer todo aquello que no soy ni hago pero que me gustaría ser y hacer. Estamos arrojados al mundo y nadie va a venir a recogernos, ningún equipo de rescate aparecerá en helicóptero ni al final del proceso la sentencia nos indemnizará con los minutos y segundos robados y perdidos. Somos como estamos, pero no podemos ser sin proyectarnos, sin un alivio, aunque sea mental, de la revolución que no pudo ser, pero que en nuestro fuero interno siempre apoyamos. Somos tan amorales como un neumático pero siempre nos quedará echar la culpa a otro, o al sistema, o a lo que tocaba en ese entonces. Quizá así nunca seamos culpables de nada, seamos simples víctimas, pero tampoco seremos héroes, ni dueños de nuestros minutos. Seremos lo que seamos, pero no lo que quisimos ser, porque en verdad no lo quisimos como se han de querer las cosas, con voluntad.