miércoles, 9 de marzo de 2011



Silencio, hablan los dioses. Silencio, la actriz está en escena, deleitando al patio de butacas, a los palcos, a los que escuchan desde fuera y a los que se esconden para no ser vistos mientras ellos ven. Silencio, amanece. Nace un nuevo sol que nos es el de ayer y el de mañana, y al que sin embargo nos confiamos como nuevo, desconocido, como la luz que nos traiga la aventura y la tragedia, el disparo que nubla y desestabiliza, hunde y repara, muere y resucita a quien el tedio hace ya demasiado que le robó el alma, y sólo camina, pero ya no siente, ya no oye, porque no hay silencio.
Bajen la voz, los niños duermen, los maestros hablan y los profesores explican . No hagan ruido, atiendan. Salgan de si y su mirada narcisista y de su obsceno yo-yo-yo-mi-me-conmigo. Escuchen y dejan que el argumento tome su forma y su voz, que los gesto rasgen sus prejuicios y simplemente escuchen, será poco tiempo, y tampoco cuesta tanto. No hablen, ni comenten, ni cuchicheen, ni pidan un lápiz ni un pañuelo, simplemente cierren la puta boca, aunque solo sea por un minuto y escuchen, quizá aprendan algo, quizá no.

Todavía no, no hablen aun, no tienen permiso. Tómenlo como un experimento, o como una prohibición, como les plazca. Ahora sellen sus labios y distraigan sus miradas de buscar otras miradas y compartir, céntrense en el yo sin tú, pero también el yo sin yo. El yo que se es a través de lo otro, de lo que se deja impresionar, se impregna, se preña y se imbuye en lo otro de si. Y así, de esta guisa, escuchen a la ciudad, a los coches, a los edificios, las plazas, las palomas, las señoras que tiran de sus carros, los hombres que tiran de sus corbatas. Miren y escuche, pero no hablen aun, silencio, no tienen permiso para hablar, nada han de decir al respecto.
Paren y escuchen a la ciudad que les habla, ruidosa cual intruso, y la tierra subyugada que yace bajo la misma. Vean qué mensajes les lanza, qué palabras les susurra entre estridencias de motores e innecesarias músicas y soniquetes tan burdos como indecentes. Callen por fin, y dejen a un lado la queja, la queja constante, la puta queja. Callen y escuchen el vacío, el absurdo, ante el cual nada han de decir, nada les resta, porque ni entienden ni les importa, ni hacen por lo uno ni por lo otro. Por ello, callen al menos.

Desháganse del ruido que distrae por un rato y escuchen. Descubran la torpeza y el sinsentido de lo propio, de lo ajeno, del quantum creciente de estupidez en proporción directa a los decibelios emitidos, del tantum creciente de vacío en proporción inversa a los silencios escuchados. Observen la impecable organización del vacío, tan estética como innecesaria, tan dolosa como indolente, y pregúntense, desde el silencio, si para lo que nos resta nos merece la pena. Quizá si. O no.
En cualquier caso el ruido no nos deja pensar. Así que callen, coño!

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