martes, 6 de septiembre de 2011

Volutas de humo.

Padilla, recordaba Amalfitano, de entre todas las costumbres defendía la costumbre de fumar. Lo único que alguna vez hermanó a los catalanes con los castellasnos, a los asturianos con los andaluces, a los vascos con los valencianos era el arte, la atroz circunstancia de fumar en compañía. Según Padilla no existía en la lengua española frase más hermosa que aquella que se empleaba para pedir fuego. Frase hermosa y frase serena, como para decírsela a Prometeo, llena de valor y de humilde complicidad. Cuando un habitante de la península decía "me das fuego" un chorro de lava o de saliva se ponía otra vez a fluir en el milagro de la comunicación y de la soledad. Porque para Padilla el acto compartido de fumar era básicamente una escenificación de la soledad: los más duros, los más sociables, los olvidadizos y los memoriosos se sumergían por un instante, lo que tardaba el tabaco en quemarse, en un tiempo detenido y que a la vez congregaba todos los tiempos posibles de España, toda la crueldad y todos los sueños rotos, y sin sorpresa se reconocían en esa "noche el alma" y se abrazaban. Las volutas de humo eran el abrazo. En el reino de los Celtas y de los Bisontes, en el de los Ducados y los Rex vivían de verdad sus compatriotas. El resto: confusión, gritos, de vez en cuando tortilla de patatas. Y sobre las renovadas advertencias de las Autoridades Sanitarias: caca. Aunque cada día, según constataba, la gente fumara menos, aunque cada día más fumadores se pasaran al rubio o al extra light: él mismo ya no fumana Ducados como en su adolescencia sino Camel sin filtro.
No era extraño, decía, que a los condenados a muerte les ofrecieran un cigarrilo antes de la ejecución. Piedad popular, un cigarrillo era más importante que las palabras y el perdón del cura. Aunque a los ejecutados en la silla eléctrica o en las cámaras de gas no les ofrecieran nada: la costumbre era latina, hispana. Y sobre esto podía extenderse en una infinidad de anécdotas. La que Amalfitano recordaba más vivamente, la que le parecía más significativa y en cierto aspecto premonitoria, pues trataba de México y de un mexicano y él finalmente había recalado en México, era la de un coronel de la Revolución que por mala estrella terminó sus días delante de un pelotón de fusilamiento. El coronel pidió como último deseo un cigarro. El capitán del pelotón de fusilamiento, que debía ser un buen hombre, se lo concedió. El coronel sacó uno de sus puros y procedió a fumárselo sin entablar conversación con nadie, mirando el exiguo paisaje. Al acabar, la ceniza aún estaba sujeta al cigarro. La mano no le había temblado, el fusilamiento podía ejecutarse. Ése debe ser uno de los santos fumadores, dijo Padilla. ¿Y la anécdota de qué hablaba, del pulso de hierro del coronel o del efecto balsámico, de la comunión del humo? A ciencia cierta, recordó Amalfitano, Padilla no lo sabía ni le importaba.

ROBERTO BOLAÑO.
Los sinsabores del verdadero policía.

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