El destino de los hombres nace abyecto a su penitencia. El dolor anquilosado en su existencia, que se somatiza en ocasiones en jaquecas, esguinces y dolores de espalda, nos acompaña desde la cuna hasta la tumba, desde la sábana de hospital con lacito roza o azul hasta el sudario, desde la cálida mano de la comadrona que nos sujeta la cabeza y nos entrega a nuestra madre hasta la fría mano del funerario que nos cierra con un "crak" la boca abierta durante demasiados días respirando oxígeno de botella para peinarnos, cerrarnos los ojos y devolvernos a la nada en una cutre metáfora de habitáculo de tres, por uno por un metro de nicho, con suerte, situado en la zona media de la pared.
Nadie nos avisó en la niñez del carácter traidor de la existencia. No nos dijeron que el juego, la risa y los veranos largos acabarían con el último estirón y la primera cuchilla de afeitar. Nos confundieron la decencia y el saber hacer con la realidad de agachar la cabeza y ser dóciles y productivos, útiles al fin y al cabo, pero siempre prescindibles más allá de las paredes de nuestra habitación, las que fueron testigo de nuestros juguetes, más tarde de nuestros libros, estudios e ilusiones, y finalmente del humo de los cigarros insomnes con la luz tenue encendida, llorando sin lágrimas en la madrugada, mientras nos preguntamos cómo fuimos tan indolentes ante una mentira tan bien orquestada.
Cuando los lenitivos ya no surten su efecto la lucidez se manifiesta en toda su descarnada realidad. Hay quien se queda en la risa facilona, el vino y las sistemáticas vías de escape de un mundo esquizofrénico. Hay quien no. Hay quien aun se sorprende por los ridículos espectáculos que la vida en sociedad nos proporciona. Hay quien aun mantiene un gesto serio ante la estupidez orquestada y el ridículo a sabiendas. Son, o somos, pocos quienes aun explotamos por dentro al ver u oír depende qué cosas, y son, o somos, muchos quienes nos sentimos cobardes por no contar con otra espada que la resignación, una mañana libre y un rato para escribir cosas que quizá jamás leeremos, o que en pocos años nos serán ajenas, pero no del todo. En otro tiempo nosotros hubiésemos sido soldados o terroristas, depende de en qué bando. Hubiésemos sido héroes que por una bandera, una idea o un amor habríamos dado la vida o resistido la tortura, habríamos cantado canciones entre sendas no oficiales de bosques en montañas aun sin dueño que dieron vida a quien en ellas daba la suya.
Hoy caminamos en la soledad más absoluta. Divididos, fraccionados. No somos nada sino intentando ser algo, ser alguien. No tenemos conciencia colectiva ni puñetera la falta que nos hace. Somos débiles. No sabemos lo que somos si el otro no nos lo dice, si no nos reconocemos en el rostro ajeno como aquello que buscamos ser. Buscamos la diferencia con el resto y a la vez su identificación, dependiendo del momento. Somos contradicción pura sin ni siquiera saber lo que somos.
Y hay quien sigue, o seguimos, sorprendiéndonos de cómo occidente se pasó por el forro bibliotecas enteras, siglos de guerra, sangre y lágrimas. Aun nos sorprende cómo ante la enorme dialéctica de la historia la respuesta del hombre actual es la indiferencia, el desconocimiento. Nos sorprende cómo los viejos problemas, las discusiones que recibimos con decenios o siglos de antigüedad quedaron sin respuesta y sin empuje para seguir mareando la perdiz más allá de lo académico.
Uno añora leyendo a Unamuno la fuerza de los años treinta. Era un mundo cruel y despiadado, pero humano, donde se daba lo mejor y lo peor, y aun no existía la tele y la palabra era más importante que la imagen. Añora uno, decía, un mundo en pugna entre tres discursos o explicaciones que pretendían la hegemonía mundial para hacer valer sus pretensiones a base de fuego y técnica. Nadie sabía entonces lo que se avecinaba, pero el nerviosismo y las pasiones estaban justificados pues ante el hombre se erigían tres modelos de vida diferentes, y se le planteaba la obligación de decidir y luchar por aquello cierto que encontró cada cual dentro de sí.
Ganó el capitalismo y nadie más quiso saber qué fue del resto. Con el tiempo aprendimos a conformarnos con un sistema total que nos lo daba todo hecho, de la cuna a la tumba. El mito, la explicación total que no deja lugar a dudas. Aprendimos a vivir en un mundo hipostasiado bajo la premisa y la recompensa de la paz, de la tranquilidad. La paz, el orden que aniquila al ser humano, o la parte humana que aun le queda por ser.
Morimos como animales en el matadero sin darnos cuenta. Sin encontrar hoy en día un testimonio de todo aquello que ocurrió mientras mirábamos para otro lado. Somos imbéciles. El mundo se ríe de sí mismo mediante el periodismo. Ya no sabe qué inventar o cómo contar. Toda noticia es un consumible, un refresco que se deshecha cuando se acaba y a otra cosa. El periodismo nos da la imagen, el relato y el impacto, atenaza nuestras conciencias con una irónica sonrisa, sabiendo que el drama durará mientras él quiera que dure. Relatos con fecha de caducidad.
Y los que leímos a Nietzsche, a Heidegger, a Horkheimer y a Foucault sabemos lo que ocurre. Entendemos los parámetros y los pasos que siguió un sistema que quiso hacerse total, eternizarse, y lo consiguió. Sabemos cuál es la pata que cojea en esta mesa y nos seguimos preguntando, aun, si todavía podemos hacer algo. En un mundo que habla con cifras, números, sabemos que nuestras conjeturas son residuales, anecdóticas, y que nuestros discursos serán fagocitados como un consumible más, quizá como un ensayo de Anagrama que dure dos años en las librerías y punto, y adiós.
Sabemos también que no cabe oposición, ni revolución posible. Sabemos también que es difícil romper una cadena que engulle todo lo que toca, que convierte cualquier desafío en un argumento a su favor, como el grafitti que ya no es vandalismo sino arte urbano, un sistema que tolera la crítica porque le refuerza.
Sabemos todo eso y sabemos mucho más. Leímos en Lipovetsky, Fukuyama, Vattimo y Sáez Rueda lo que vino después. Entendimos cómo llegamos al día de hoy pero sin saber el porqué. No comprendimos cómo nuestros padres se dejaron engañar bajo el pretexto del progreso, la ignorancia y el miedo. A muchos nos queda la lucidez, pero sabemos que con eso no basta. Sabemos que mañana habremos leído más libros y habremos comprendido mejor la historia, y nos preguntamos si podremos aguantarlo. No se puede vivir pensando una cosa y haciendo otra, pero no se puede vivir de otra manera, y nos preguntamos si el conformismo nos sirve y si la derrota nos consuela. A simple vista no, pero aplazamos el momento del veredicto so pretexto de conservar la paciencia y la poca cordura que aun nos queda y construirnos un kibbutz y ahí poder ser ajenos a un mundo que nos expulsa, pero que no puede vivir sin nosotros.
Perdimos la guerra sin luchar en ninguna batalla. Las bibliotecas son el cuaderno de bitácora de un buque ya tocado que zozobra en un lento pero inexorable balanceo, condenado al fondo marino y al olvido antes o después, junto al esperanto, la Ilustración, Atenas y otras víctimas de la historia. Y estúpidos, buscamos un buen sitio para presenciar el hundimiento.
Perdimos la guerra, pero aun no perdimos los papeles. La lucidez será nuestro tribunal mañana, sin piedad.